Hoy no podría concebirse la producción informativa sin un agente que ha ido ganando protagonismo en el último siglo: el gabinete de comunicación. De hecho, existen estudios que evalúan la importancia de esta función de las organizaciones (públicas y privadas) hasta cuantificar incluso en más del 70 por ciento las noticias de algunas de las secciones de los medios producidas en los gabinetes y en las empresas de asesoría de comunicación contratadas por empresas, asociaciones, organizaciones del cuarto sector (que no tercero, como a menudo se las menciona) y administraciones. Hoy podría concebirse un titular de periódico anunciando que el diario no saldría por huelga de los gabinetes de comunicación.
Aunque la tendencia es a identificar los "gabinetes de prensa" por un tipo determinado de fuentes informativas con propósito de influencia en la opinión pública (Txema Ramírez, Universidad del País Vasco), o a identificar a los gabinetes como "periodistas de empresa", los departamentos de comunicación tienen dos ámbitos de actuación claramente diferenciados, pero compatibles y que nesariamente deben coordinarse: el ámbito puramente comercial y corporativo, con elementos como la comunicación al cliente, la comunicación de productos o servicios y la marca, y el ámbito de relaciones con colectivos internos o externos, donde los medios de comunicación y la comunicación interna son sus grandes protagonistas.
Ya la misma denominación de la función comunicativa en la organización es tan variada que en ella podemos encontrar las diferentes concepciones que perviven actualmente en las organizaciones: gabinetes de comunicación, gabinetes de prensa, jefaturas de prensa, relaciones institucionales, relaciones con los medios de comunicación, secretarías informativas, departamentos de imagen, etcétera. En cualquier caso, la misma denominación suele ser el mejor indicio de cómo se contempla la función comunicativa en la organización. Esto sucede incluso entre los estudiosos: la denominación de responsables de imagen que utilizan teóricos como Villafañe no deja de ser una forma de plantear el trabajo mediador de un proceso (la comunicación) como conformador de un resultado (la imagen).
Un proceso acelerado por las nuevas tecnologías
Las fuentes informativas se han ido descentralizando al mismo compás que la sociedad fue exigiendo a todos sus agentes sociales y económicos que fueran transparentes, que el principio de Friedman de la búsqueda del máximo beneficio posible era intolerable, y que existían otras formas de beneficio que no eran el estrictamente económico. Esa libertad constitucional que es la libertad de información, que siempre va acompañada de un deber parejo, que es el deber de informar, delegado tradicionalmente a los agentes mediáticos, se ha ido extendiendo por toda la sociedad como una prerrogativa del individuo como sujeto de derechos. Fenómenos como los blogs en Internet, las publicaciones de empresa y organizaciones, o la creación de nuevos medios que tienen sus fuentes en la Red, han ido agravando la situación de aquellos agentes informativos, como las agencias, cuyo objeto social es el de recabar y difundir información.
Internet ha democratizado la capacidad de informar, extendiendo a todo aquel que tenga capacidad y posibilidad de conectarse a la Red la facultad de emitir información y opiniones. Esa democratización se ha circunscrito a una determinada sociedad, generalmente identificada como la del mundo desarrollado, al mismo tiempo que ha originado nuevas diferencias con el tercer mundo, casi vinculado definitivamente a los sectores primario y secundario, aunque también existan importantes lagunas de exclusión digital en el primer mundo.
Esta democratización digital ha caminado pareja a la explosión de nuevas demandas sociales, aceleradas por el comportamiento de las organizaciones a lo largo de estos últimos años: casos como el de Enron, el Prestige, la deslocalización de empresas que buscan el menor coste aún sin respetar los derechos más básicos del ciudadano, como es la prohibición del trabajo a los menores de edad, etc., han movido a que los diferentes grupos afectados hayan exigido cada vez con más ahínco comportamientos y códigos de conducta respetuosos con la sociedad y el medio ambiente. Estas demandas, además, han tenido en las asociaciones y organizaciones no lucrativas agentes especialmente beligerantes, lo que ha provocado que también los gobiernos se hayan implicado en el tema no sólo para garantizar el funcionamiento de las economías de mercado sino por razones meramente electorales.
La empresa responsable y no la responsabilidad de la empresa
Esta necesidad de que la autorregulación se extienda a los profesionales que trabajan en empresas no mediáticas entronca muy directamente con las recientes corrientes de responsabilidad social (RSC) y buen gobierno corporativo que últimamente proliferan no sólo en el campo doctrinal sino también en la estructura organizativa de las organizaciones, y especialmente, en el área jurídica a través de regulaciones explícitas promovidas por los gobiernos desde los famosos escándalos contables de todos conocidos.
Estamos hablando de que planteamientos como los de la RSC tienen poco de nuevos, más bien hay que entenderlos como derivaciones de corrientes como la del antiguo Marketing Social (véase el capítulo de derivaciones del texto de Manuel Carneiro), unido a la necesidad de regular conductas no éticas en la medida en que perjudican legítimos intereses de terceros. Conductas que, en la mayoría de los casos, nacen de esa "enfermedad moral" del capitalismo de finales del siglo XX, que ha visto cómo doctrinalmente se erigía en el camino único (pensamiento único) tras el sonoro fracaso de las políticas socialistas que se desmoronan tras la caída del muro de Berlín.
Aunque no me gusta en absoluto la expresión de "responsabilidad social corporativa", que no hace más que intentar disfrazar con el lenguaje un hecho indiscutible: la empresa es responsable de su conducta, como lo es cualquier otra "persona" (la empresa lo es en términos jurídicos e incluso a efectos comunicativos) física. Desde este punto de vista, la empresa es responsable socialmente, jurídicamente, financieramente... Hablar de la responsabilidad social corporativa de la empresa destacando únicamente algunas facetas de su responsabilidad e intentando traducirlas en componentes de imagen, no deja de ser una forma alternativa de contemplar la actuación social de la empresa que se estudiaba en el Marketing Social, sólo que evolucionado como es lógico por el devenir de los propios acontecimientos y entorno. Actuaciones respetuosas con el medio ambiente, por ejemplo, son deseables no sólo en la empresa, sino en toda la sociedad, y cuando estas actuaciones son lesivas con nuestro entorno, deben actuar los órganos judiciales competentes y, en su caso, la denuncia pública, donde los medios de comunicación tienen un destacado papel.
De ahí a informar públicamente que la empresa X ha adoptado pautas de conducta internas beneficiosas para el entorno medioambiental que van mucho más allá de los requisitos por debajo de los cuales incurriría en responsabilidad jurídica, no deja de ser una forma de contribuir a la generación de una buena imagen y de un clima favorable para la marca y productos de la empresa.
Por eso todas las actuaciones de RSC se vertebran en tres dimensiones que a menudo se olvidan: 1) la formalización de políticas socialmente responsables, 2) la transparencia informativa necesaria para que se den a conocer esas políticas y sus resultados, 3) el control interno y externo de las mismas, que se traducirán en componentes de imagen y en valoración de la empresa, incluso económica.
Esta última componente es más que el reconocimiento explícito de que en la valoración de las empresas influyen también otros componentes no materiales (Activo Inmaterial) en el que la RSC tiene su papel, más o menos destacado en función del tipo de empresa y sector considerados.
Deontología: la conducta responsable frente a la colisión de derechos
Estamos hablando de autorregular la profesión comunicativa en todo tipo de empresas. Aunque pueda parecer incluso osado, esta pretensión se consolida si pensamos en que ya existe autorregulación en parte de esa actividad comunicativa: es el caso, de la función publicitaria, y de las tentativas o realidades manifestadas en la profesión periodística a través de sus códigos deontológicos e incluso de los manuales de estilo. Sin embargo, cualquier pretensión de autorregulación debe tener en cuenta no sólo los intereses de la empresa sino también los derechos de las partes implicadas, derechos que están recogidos normativamente pero que no en todos los casos se respetan como se debiera, fundamentalmente en lo que se refiere a los derechos de los creadores de informaciones.
Al final, de lo que se trata es de establecer expresamente las reglas de juego de quienes participan en un proyecto empresarial. Reglas que, además, atenderán a los sectores sociales del entorno en el que juega esa empresa: desde el respeto al medio ambiente hasta la promoción de los valores sociales imperantes, como la integración social, el respeto a los demás, la preservación de los tesoros culturales de las poblaciones y minorías...; en definitiva, su responsabilidad social.
La autorregulación hay que entenderla, como hace Aznar, como una forma de que la sociedad civil participe en la gestión de las empresas. En el sector mediático, y por las características de éste, es imposible pensar que el mercado o el Estado sean capaces de regular esta actividad; el primero, porque la empresa informativa se mueve con los mismos criterios que el resto de las empresas (de ahí la continua injerencia de las áreas de marketing en las áreas de información), y el Estado, porque los medios de comunicación son un poder apetitoso para los políticos.
Si además jugamos con los derechos constitucionales a la libertad de expresión, de difusión de las ideas y de información, que continuamente se invocan al menor atisbo de injerencia en los medios, cabe pensar que la profesión periodística debería disponer de algún medio en el que estos profesionales, al igual que sucede en otras profesiones (médicos, abogados...), sean los que velen por mantener el primero y más sagrado precepto de su actividad: la perfecta separación entre información y opinión.
Distinguir información y opinión
Es inadmisible que se opine a través de la información de una forma burda como a veces se hace. También es cierto que se opina ya con el tratamiento de la noticia, su ubicación, su tipografía, etcétera, pero jamás incluyendo frases que no obedezcan a hechos indiscutibles o veraces. A esto se refiere Manuel Fernández Areal cuando recuerda que "tanto el Código europeo como el español consignan como principio elemental, punto de partida para el ejercicio profesional como periodista, la distinción entre el relato de hechos –información- y otros modos comunicativos o géneros periodísticos, en los que cabe airear la propia opinión personal sobre los hechos, siempre que estos sean ciertos".
En las organizaciones es muy frecuente que los comunicados emitidos incluyan opiniones, a excepción quizás de las empresas cotizadas cuando emiten noticias de carácter económico, puesto que necesitan ajustarse a las exigencias de la CNMV. La proliferación de adjetivos calificativos es un buen ejemplo de que lo que debería ser una información sujeta a los principios puramente técnicos de los géneros informativos, acaba convirtiéndose en un alegato más o menos encubierto y en propaganda a veces impúdica.
De la misma forma que las empresas informativas se aseguran que su negocio esté por encima de los principios puramente personales de quienes trabajan en él, la organización "socialmente responsable" debe asegurar que estos principios generales presidan también la actuación de sus gabinetes de comunicación. Y los profesionales que ejercen en éstos, deberían poder negarse a actuar en contra de estos principios mínimos de funcionamiento de cualquier organización. Entre otras cosas, porque de no hacerlo así, la "reputación" de la organización se verá seriamente comprometida.
La autorregulación puede ser profesional y personal. Indudablemente, cuando se habla de autorregulación se está hablando de una plataforma de mínimos en la que todos los profesionales deben estar de acuerdo, pero también puede ser que cada individuo incluya en su código personal preceptos en los que él –o una parte de la profesión- crea. Es decir, un precepto de aceptación general, por ejemplo, es el de veracidad de la información, que en la empresa se traduce en que jamás se puede engañar (no digo sólo mentir) cuando se comunica, no sólo a través de la información suministrada a los medios, sino incluso a través de otras formas de comunicación, como es la publicitaria (penalizado) o de identidad corporativa, pretendiendo que la comunicación a través de otros soportes (identidad, packaging, interna...) transmitan valores que no forman parte de la cultura de la empresa.
Un precepto individual podría ser el no realizar trabajos que ofendan su convicción religiosa. Estos preceptos individuales tienen que estar respaldados por derechos reconocidos, como en este caso el de libertad religiosa, y recogidos como tales derechos de carácter general en los códigos autorreguladores. Es decir, se trataría de redundar en algo recogido jurídicamente pero con la intención de hacerlo respetar en situaciones puntuales que se puedan producir dentro de la empresa. Así, por ejemplo, una organización podría pedirle a un profesional del gabinete de comunicación que preparase un artículo sobre las ventajas de suprimir las señas religiosas o étnicas en la educación de los niños, con las que puede no estar de acuerdo y, por tanto, debería contar con la opción, reconocida dentro de su organización, de negarse a realizar tal trabajo. Tal profesional debería contar con un reconocimiento explícito de que se salvaguardarán tales derechos, así como de un órgano interno (o sectorial) que medie en las posibles diferencias y que sea garante de los derechos de las partes.
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