Artículo publicado en la revista "Comunica", número 3, de la Asociación de Periodistas de Galicia.
En este artículo defenderé la tesis de que "la autorregulación de la profesión comunicativa debería hacerse extensiva a todo tipo de empresas en la medida en que se refiere a una actividad informativa no exclusiva de una clase determinada de organizaciones sino en la que confluyen derechos legales tanto del que la ejerce (personas físicas, jurídicas o ambas a un tiempo) como de los públicos destinatarios de esa actividad".
Esta afirmación ya implica dos matizaciones importantes: por un lado, no especifica que sea, como a menudo se hace, una necesidad de la prensa "escrita", y por otro, tampoco se refiere exclusivamente a la empresa "informativa". Veamos rápidamente estas dos premisas de planteamiento.
Hoy por hoy no tiene mucho sentido pensar en términos de profesión periodística restringida a la prensa escrita, calificativo que deja de lado la realidad de los medios audiovisuales o la existencia de un periodismo digital cada vez más importante y con mayor futuro para la profesión. No creo que sea necesario entrar a justificar esta aseveración que cualquier profesional podrá convenir conmigo. En cualquier caso, la propia composición de asociaciones como la Asociación de Periodistas de Galicia revela claramente la diversidad de orígenes y funciones allí representadas. Aún es más, los estudios existentes demuestran la importancia de un colectivo, el de los responsables o técnicos de comunicación, que ya hace más de diez años triplicaban con creces al número de profesionales que trabajaban en periodismo económico, por ejemplo. Y piénsese que el 45% de las empresas no enviaban en aquel entonces más de cinco noticias al mes y apenas una de cada cinco superaban esta media, y que organizaciones privadas como Caixa Galicia remiten hoy anualmente más de 900 notas de prensa. En estos momentos existen más profesionales de la comunicación trabajando fuera de los medios de comunicación que en éstos.
Sí, en cambio, la segunda premisa, que hace extensiva la necesidad de un código deontológico autorregulador de la profesión a las "empresas no informativas", expresión que hoy en día juzgo sobradamente improcedente en la medida en que no se puede hablar de una empresa informativa sino de una empresa del sector mediático porque toda empresa es informativa "por necesidad" y "responsabilidad". De hecho, la existencia de ese numerosísimo colectivo de profesionales de las ciencias de la comunicación en organizaciones cuya actividad económica no es la distribución de informaciones en el sentido clásico del término, así lo acredita. Y este hecho viene avalado por la necesidad ineludible de toda empresa por "comunicar" con su entorno interno y externo constantemente. Se comunica con los productos y servicios, con los empleados, con la red de oficinas o negocios, con su forma de distribución, con la marca, con el envase, incluso con el precio...; se comunica porque es inconcebible la existencia de una empresa aislada, como nos recuerda la inmensa literatura existente al respecto, tanto desde ópticas de marketing como de comunicación. Pero también se comunica porque la empresa u organización es cada vez más consciente de que el principio de maximizar el beneficio a toda costa está fuertemente condicionado por la búsqueda de "beneficios" para los restantes skateholders o grupos de interés que no participan directamente en el capital de la empresa. A eso se le llama Responsabilidad Social Corporativa (RSC), que, al fin y al cabo, quiere atender también a los derechos de los grupos con los que se relaciona la empresa.
Aquel dicho del conocido empresario hotelero que afirmaba en la entrevista que forma parte del libro "El sueño español" que "hay gente que ha nacido para mandar y gente que ha nacido para obedecer", hoy sería totalmente inconcebible, porque el plan de responsabilidad social de su empresa le llevaría a proclamar que, en su organización, los directivos se seleccionaron tras haberse asegurado de que todos los empleados hubieran tenido las mismas posibilidades. Pero no sólo afirmaría tal aserto, sino que esa responsabilidad le hubiera obligado a diseñar los programas de actuación necesarios para confirmar que esta afirmación no fuera falsa, porque si hay algo que el mercado no perdona, como tampoco lo hacemos las personas, es la mentira. A una organización nadie le obliga (más que el imperio jurídico) a dar toda la información que se le requiera, pero sí a que la información que dé sea cierta.
En el mercado, la valoración de la existencia de estas medidas de RSC significaría motivación, productividad, competencia, calidad de los recursos humanos, etcétera, es decir, mayor valor de las acciones representativas de partes alícuotas del capital. Por el contrario, afirmaciones como la que ese empresario había hecho en su día dejarían en muy mal sitio no sólo a su protagonista sino también a la empresa que representa. En otras palabras, ninguno de nosotros, en igualdad de condiciones, invertiríamos en acciones de una empresa donde las personas ya han nacido unas con la misión de mandar y las restantes con el papel de obedecer.
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