lunes, abril 17, 2006

Una respuesta en voz alta

Me permito contestarle desde esta tribuna, aunque estuve dudando de si hacérselo directamente desde el mismo foro que usted ha utilizado para ofrecerme su propia reflexión a propósito de mi anterior artículo. En cualquier caso, me pareció lo suficientemente importante como para atribuirme esta libertad. Sin embargo, tómelo como una reflexión en voz alta, con todo mi respeto y cariño. En absoluto pretendo ser garante de verdad alguna. Todo lo contrario, opino que las mayores atrocidades de la historia se han cometido en nombre de la verdad.

De hecho, antes de escribirlo yo también tenía serias dudas sobre qué derecho debía primar cuando colisionan dos derechos subjetivos de la persona. Pero al final, fui incapaz de concebir una sociedad donde cada ciudadano se sienta con todo el derecho de andar por ahí, bajo su soberana “libertad de expresión”, “expresando” todo lo que piensa de sus vecinos o del primero que vea por la calle, o haciendo potestad inviolable de sus facultades de “expresar” en los medios de comunicación la primera cosa que le venga a la cabeza. Eso parece desprenderse de su reflexión, aunque le conceda que es irracional la situación de escritores como Rushdie o las trabas posibles para obras de cine como la inspirada en el Código da Vinci. Irracional e inaceptable. Como lo son que, invocando el honor humillado, se quemen embajadas o se atente contra intereses o personas occidentales.

Sin embargo, habrá de convenir conmigo en que el hombre, para vivir en sociedad, ha de dotarse de reglas, de normas obligatorias, cuya legalidad brota de su propio proceso de emisión a través de las fuentes legitimadas democráticamente para tal menester. Esas normas, nos gusten más o menos, son las reglas de juego con las que nos hemos dotado para jugar a la partida de vivir en sociedad. Si no nos gustan, democráticamente podremos cambiarlas a través de los órganos legitimados con los que nos hemos dotado.

Si esto es así, y si a la situación descrita al principio de este texto le unimos la posibilidad de que los demás vayan haciendo uso de sus propias facultades para “expresar” lo que les venga en gana, creo que el odio, el fanatismo, la irracionalidad, la insensatez serán los únicos principios verdaderamente “democráticos”. Afortunadamente, tanto usted como yo vivimos en sociedades que ya han sufrido un proceso de secularización importante y que han vivido sus propias revoluciones liberales, lo que las ha hecho mucho más permisivas (o lo que es lo mismo, han incrementado notoriamente la esfera propia de cada uno de esos derechos subjetivos).

Cuando se invoca un derecho, hay que pensar que ese mismo derecho lo tienen los demás, y actuar en consecuencia. No creo que a nadie nos beneficiara llenar nuestros periódicos con alusiones, cuando menos dudosas, a nuestros principios y creencias. Así, por ejemplo, las sociedades democráticas hemos dicho que nuestro derecho a la propiedad no es absoluto, y de ahí hemos legitimado las expropiaciones por interés general. Mi derecho a la libertad de expresión, que es uno de los derechos fundamentales de la sociedad democrática y occidental, no es ilimitable como para que pueda andar por ahí mofándome de las culturas o creencias de los demás. Y el derecho a la libertad de expresión no es exactamente el mismo derecho, amigo mío, que el de la libertad de creación, germen de la innovación y el progreso. Insisto: vale más buscar terrenos comunes en las relaciones no sólo personales, sino también internacionales, que atrincherarse en castillos medievales haciendo uso del derecho de presura. Aunque personalmente podamos creer que ciertas libertades admiten mayores márgenes de actuación, también debemos ser conscientes de que no vivimos solos en un paraíso rousseniano. Necesariamente hemos de llegar a acuerdos, y en todos los acuerdos existen al menos dos voluntades que están dispuestas a alcanzarlos. Ese es el milagro de cada día.
(Xornal.com)

2 comentarios:

Anónimo dijo...
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