martes, julio 04, 2006

Municipios

El calado de la propuesta de fusión de los ayuntamientos de Ferrol y Narón, recientemente planteada por Juncal y rechazada por Gato, sobrepasa a sus dos principales protagonistas. Las ideas cuya viabilidad exige grandes dosis de generosidad y amplias miras por parte de sus teóricos timoneles suelen ser las más productivas, pero también las más difíciles de llevar a la práctica. Las declaraciones de Gato amparándose en un hipotético rechazo de la población de su municipio a tal fusión y en la necesidad de preservar la igualdad de las condiciones de ambas partes en el proceso de fusión (¿qué significa eso en un nuevo municipio que se sometería periódicamente a las voluntades de sus ciudadanos?), para luego exigir que el nivel de renta de los ferrolanos se iguale al de los habitantes de Narón (sigo sin ver la relación en una democracia donde una persona es un voto independientemente de sus condiciones económicas o cualquiera otra que contradiga el principio de igualdad constitucional), no dejan de ser formulaciones de una posición personal que adolece de esa generosidad que mencionaba.

Por encima de las posiciones personales, por encima de los dos alcaldes, está el bien común de sus ciudadanos. Un bien que se ha de medir con el balance objetivo de las ventajas e inconvenientes que surgirán de un proceso de fusión no sólo de Narón y Ferrol, sino que posiblemente podría incluir a Neda y Fene, por seguir bordeando la ría y asimilando a los municipios ribereños en una gran ciudad que se erigiría como la tercera de Galicia. Una ciudad que podría afrontar una política industrial y comercial común, articulada en torno a sus polígonos actuales y a los astilleros de ambos lados de la ría, un desarrollo urbanístico racional y unas infraestructurales de transporte, culturales, turísticas, educativas y sanitarias acordes con su nuevo protagonismo en el mapa urbano gallego.

Hoy día, las motivaciones que dieron origen histórico a los municipios (población y extensión del territorio básicamente) no se sostienen desde un punto de vista puramente racional, que no histórico o institucional. Los 8.000 ayuntamientos españoles proyectan una vetusta imagen de minifundismo que multiplica los gastos de la administración local y obstaculiza los beneficios de políticas bien articuladas con visión de futuro. Si a ello añadimos la ilógica pirámide de la Administración Pública, con no menos de cinco escalones superpuestos, podremos entender el motivo que subyace en ciertas quejas de los administrados sobre el funcionamiento de sus administraciones.

Desde el punto de vista territorial, incluso la división en provincias es discutible, a pesar de su imperativo constitucional. Poco tiene que ver un ayuntamiento costero de la Costa da Morte con Padrón, lindando con Pontevedra; y la Mariña lucense posiblemente tenga más en común con el norte de A Coruña que con Terra de Lemos. Ese es el espíritu que inspiraba la ley revolucionaria de diciembre de 1789 que creaba el Departamento francés en sustitución de la Provincia, sólo que, en aquel momento, la división fue puramente artificial y no respondía a criterios sociológicos, económicos o culturales, como podría hacerse ahora mismo.

Incluso desde el rural, la gestión pública podría beneficiarse de una división administrativa más acorde con la realidad sociocultural y económica de cada zona. Los vecinos de algunas aldeas de Aranga tienen más en común con los de Monfero que con los de Teixeiro. Incluso con los Guitiriz. Y parte de las lindes de Monfero con Pontedeume, e incluso ambas con Miño, forman un conjunto más compacto que el de muchos ayuntamientos gallegos. En cualquier caso, el potencial de Ferrolterra es suficientemente atractivo como para no dejar en saco roto una iniciativa como la de su fusión.

Un “área metropolitana” (entrecomillada, olvidándose de su característica de organización local de segundo orden, puramente voluntaria) que sería, desde un punto de vista organizacional, una nueva “comarca” al estilo catalán, es decir, no un mero nuevo nivel organizacional que incremente la irracionalidad administrativa de la Administración Pública. Y todo ello sin negar las ventajas que supone la creación de esas “áreas metropolitanas” pero reconociendo la inutilidad de organizaciones territoriales inferiores, cuyas ventajas podrían compensarse perfectamente mediante sistemas de gestión descentralizados como existen en las grandes metrópolis. Me estoy refiriendo a “comarcas” (insisto, olvídense de su concepción jurídica actual) con competencias en transporte, educación, urbanismo, cultura...

Creo que los ciudadanos no sentimos que jamás hayamos delegado nuestra opinión en ningún alcalde y corporación cuando se trata de ir más allá de lo que es su mero cometido competencial, aún a pesar de haberse quitado de la manga esa limitación administrativa que supone el artículo 42 de la Ley de Bases de Régimen Local, claramente orientado no a una racionalización organizacional sino a un impedimento de la irracionalidad administrativa que supondría un nuevo escalón en las Administraciones Públicas.

La Organización de la Administración Pública es un tema complejo, como recientemente hemos tenido ocasión de comprobar nuevamente a raíz de los comentarios en torno a la posible supresión de contenidos competenciales de las Diputaciones, incluso de estas entidades locales según el BNG. Posibilidad discutible en el nuevo Estatuto de Galicia, que ha de encuadrarse en el marco constitucional. De hecho, la posible supresión de las diputaciones fue causa de la sentencia de inconstitucionalidad de la Ley Catalana de diciembre de 1980 (sentencia de 28 de julio de 1981: “...la Provincia no es sólo (...), sino también, y muy precisamente, Entidad Local que goza de autonomía para la gestión de sus intereses”.

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