jueves, junio 08, 2006

Educación

No creo que el cambio, por sistema, suponga siempre una mejora. Se trata de un principio que no se sostiene. El cambio, a menudo, no es más que el resultado del prurito personal por crear la imagen de que uno es magnífico. “No eres bueno si te limitas a mantener y quizá mejorar lo que ya tienes”, parece ser el dicho que impregna la filosofía de los dirigentes en todos los campos de la vida pública. “Hay que cambiar todo, porque lo anterior siempre es malo”. Si entra un ministro nuevo al Gobierno, su huella tiene que quedar en la actividad legislativa propia de sus competencias. Y así nos va el pelo, con cambios en Educación cada vez que se asoma al poder un nuevo gestor de la res publica.

En la calle, cualquier tiempo pasado fue mejor. Hoy, en Francia los jóvenes se pelean por los contratos juveniles sin restricciones para el despido. En España, los estudiantes universitarios se convocan por móvil a los macrobotellones. No he visto una huelga romántica desde que algunos hemos coreado a Aranguren, Agustín Calvo y Tierno Galván en Madrid. En aquella época se leía poesía y a los clásicos; ahora los clásicos ni se asoman por las aulas y las lecturas más solicitadas no dejan de ser producto de intensas campañas de marketing y noticias en los telediarios. Existe una generación que se enorgullece de escribir con faltas ortográficas mientras cuelgan licenciaturas en las paredes. Ahora la cultura se ha reducido al dinero y el éxito se logra rápidamente con programas basura. Los medios de comunicación son una mera sucesión de sucesos y corazón, la cultura se ha escondido en callejones y escondrijos a la espera de tiempos mejores y nuestros jóvenes brillantes tienen dos opciones: reducir su ímpetu al ritmo del sistema, o esperar, a ser posible en otros lares, que estos analfabetos de la política, algunos ilustrados, dejen de inventarse asignaturas, carreras, itinerarios y memeces para que se cumpla el principio de que todo lo que puede empeorar, de hecho empeora.

Para mayor inri, la proliferación de universidades en las últimas décadas ha provocado que un gran número de plazas se cubrieran con el primero que pasaba por allí, y ahora, en un nuevo contexto de racionalización universitaria, los jóvenes que destacan no tienen perspectiva de carrera académica en treinta años, hasta que salga del sistema toda esa generación que se ha multiplicado al compás de la irracionalización, porque la media de edad entre el profesorado actual de la universidad española es muy baja, y eso provoca un tapón inasumible para las próximas décadas. Aún a pesar de que muchos pongan su esperanza en Bolonia y en una muy poco probable reducción del número de alumnos por profesor.

La perspectiva no es muy halagüeña. Mientras la educación se incrementa en toda la Unión Europea hasta conseguir que nuestros jóvenes se incorporen al mercado laboral con currículums envidiables, el mercado de trabajo que les ofrecemos les convierten en “mileuristas”. Las universidades, al compás del dictado de los políticos y del mercado, da bandazos a diestro y siniestro, hasta el punto de que incluso las titulaciones se ponen en tela de juicio en aras del mercado laboral real, que no es más que una quimera de miopes incapaces de ver más allá de sus gafas. Y así nos encontramos con titulaciones de Humanidades totalmente desprestigiadas laboralmente, y titulados de Ciencias, una buena parte de los cuales subempleados en lo que Anthony Giddens llama McEmpleos, que se han de limitar a cubrir puestos en empresas que no necesitan de tal nivel de cualificación.

Pero lo peor es que todos lo sabemos.

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