Tengo por costumbre intercalar lecturas que relajen los momentos en que mi concentración baja en intensidad en el intento por absorber alguno de los textos que me ocupan. Esos instantes en que descanso lo hago con libros de temática radicalmente diferente a aquellos que monopolizan la mayor parte de mi tiempo. Es el caso que me ocupa en estos días, en que estoy intentando desmenuzar un texto de Derecho Político de Oscar Alzaga y, para esos minutos en que percibo que la lectura insistente no entraña una real asimilación de lo leído, aprovecho para releer alguno de los capítulos de un viejo libro de Heisenberg que versa sobre la imagen de la Naturaleza desde las Ciencias Físicas. Fácil de leer a pesar de la primera intuición, y sumamente ilustrativo de lo que debería ser un proceso formativo bien llevado desde la juventud. Un libro que, además, está sembrado de referencias a científicos y filósofos de todas las épocas, demostrando una profunda formación humanística de su autor.
No voy a descubrir quién fue Heisenberg. El apellido les dirá mucho a quienes han estudiado disciplinas científicas, pero detrás de estos breves trabajos que desfilan por su libro surge la figura de un hombre cuyo despertar a la Ciencia caminó parejo a su inquietud por los temas humanísticos. Ya entonces se planteaba la polémica, no tan actual a pesar de lo que pueda parecer, sobre la “utilidad real” del Humanismo frente a la “utilidad práctica” de las Técnicas y las Ciencias, que él defiende con brillantez proponiendo su propia experiencia como ejemplo.
Heisenberg fue el tema del primer artículo que escribí, en la primera clase que recibí en la Facultad de Periodismo de Madrid. Creo que en algún otro artículo ya lo cité. “Escriba cada uno sobre lo que quiera”, nos dijo el profesor tras entregarnos una hoja de examen en el que fue nuestro aterrizaje en aquel edificio de la Avenida Complutense. Días atrás había leído este mismo libro que ahora releo, y no se me ocurrió mejor cosa que escribir sobre el principio de incertidumbre y su aplicación al conocimiento científico. No recuerdo nada de lo que escribí; sólo sé que aquel mismo profesor me llamó días después para comentarme que le había sorprendido mi trabajo, tan distante de lo que había sido la inquietud general en la clase, donde la mayoría se había decantado por temas políticos o literarios, lógico además en unos meses en que el dictador Franco agonizaba y en el ambiente se reclamaba el regreso de los exiliados de sus cátedras universitarias.
Seguramente fue porque el libro me había sorprendido ya tanto entonces como ahora. La experiencia de Heisenberg tenía muchos elementos comunes con mi propia experiencia, y de ahí que siempre su obra ocupara un lugar destacado en mi biblioteca. Contra la corriente general de diferenciar Ciencias y Letras, yo había sido uno de esos alumnos que sufrió enormes dilemas internos para decidir hacia dónde encaminar sus estudios. Dilemas que jamás he superado, y que son causa de que nunca haya entendido el esfuerzo administrativo por diferenciar ambas áreas de conocimiento en edades tan tempranas. Aquel dilema me había llevado a que, aún presintiendo que mi futuro se encaminaría hacia las Letras, hiciera todo el Bachillerato y el COU por Ciencias. Estudiante de sobresaliente tanto en Matemáticas como en Lengua y Literatura, aquella decisión fue un auténtico martirio personal, a mi juicio innecesario. Y Heisenberg demostraba en su pequeño libro que no es conveniente en absoluto separar el conocimiento científico del conocimiento humanístico, porque ambos se enriquecen mutuamente. Al final, decía el premio Nobel, muchas de las teorías científicas actuales tienen sus orígenes en la filosofía griega.
Sin embargo, el hecho de hacer Ciencias no fue una ventaja comparativa para mí. Cuando me enfrenté con el Latín de Filología comprobé la enorme diferencia que había entre mi nivel y el nivel de quienes procedían de Letras. Una diferencia que me obligaba a hacer un gigantesco esfuerzo suplementario para intentar equilibrar mis condiciones con las de mis compañeros. Esfuerzo que me vedaba ya el acceso a especialidades como Clásicas, donde era imprescindible el griego que jamás había pasado por mi plan de estudios. Ese disparate de privilegiar los estudios de Ciencias sobre los de Letras hasta permitir el acceso incluso a segundos ciclos desde áreas científicas, no deja de ser una alucinación de algunos amparada en una estadística que constata casos muy poco frecuentes de ese tipo de migraciones. Por el contrario, la experiencia germánica de acompañar necesariamente los estudios científicos y humanísticos incluso en la Universidad no deja de ser una apuesta digna de encomio.
De la misma forma, es realmente penosa la poca consistencia científica de los estudiantes procedentes de las disciplinas humanísticas, que se enfrentan con desdén y menosprecio aun a las originales aportaciones que se han realizado, por ejemplo, en Comunicación o en Economía importando teorías físicas. Hace escasos días un alumno de ingeniería de Telecomunicaciones me pasó un examen de Álgebra que, sin dudarlo, intenté resolver a pesar de que llevo muchos años sin tocar el cálculo diferencial. En alguno de los problemas llegué a realizar un planteamiento bastante correcto, y en otros comprobé que los años no pasan en balde y que realmente existe un mundo muy atractivo detrás de los números. El estudiante quedó perplejo ante quien lleva muchos años estudiando carreras ajenas al área científica, porque siempre ha vivido como cosas no sólo separadas, sino opuestas, ambas parcelas de conocimiento.
Hace un tiempo leí que las modernas corporaciones empresariales norteamericanas ya no buscan tanto la especialización a ultranza de sus empleados, como la versatilidad y la agilidad mental, algo que no siempre se desprende de sus currículos. Cada vez, decían, es más corriente que se formen equipos interdisciplinares incluso con especialistas en áreas que nada tienen que ver, a priori, con la empresa, porque han constado que los equipos así formados son más flexibles e innovadores.
Sin embargo, en nuestra vida cotidiana cada vez es más problemático encontrar un colegio donde existan profesores de disciplinas humanísticas ante la avalancha masiva de alumnos que se decantan por los bachilleratos que no son de Letras. Incluso los profesores motivan a sus alumnos para que elijan opciones científicas “porque valen para todo”. Craso error, fomentado por unos ministerios de Educación que son incapaces de ver por qué falla la educación de nuestros jóvenes. Los mejores científicos siempre han gozado de una formación humanística envidiable, y grandes humanistas se han adentrado con brillantez en terrenos científicos. Y unos y otros se vieron siempre enriquecidos por la experiencia.
No voy a descubrir quién fue Heisenberg. El apellido les dirá mucho a quienes han estudiado disciplinas científicas, pero detrás de estos breves trabajos que desfilan por su libro surge la figura de un hombre cuyo despertar a la Ciencia caminó parejo a su inquietud por los temas humanísticos. Ya entonces se planteaba la polémica, no tan actual a pesar de lo que pueda parecer, sobre la “utilidad real” del Humanismo frente a la “utilidad práctica” de las Técnicas y las Ciencias, que él defiende con brillantez proponiendo su propia experiencia como ejemplo.
Heisenberg fue el tema del primer artículo que escribí, en la primera clase que recibí en la Facultad de Periodismo de Madrid. Creo que en algún otro artículo ya lo cité. “Escriba cada uno sobre lo que quiera”, nos dijo el profesor tras entregarnos una hoja de examen en el que fue nuestro aterrizaje en aquel edificio de la Avenida Complutense. Días atrás había leído este mismo libro que ahora releo, y no se me ocurrió mejor cosa que escribir sobre el principio de incertidumbre y su aplicación al conocimiento científico. No recuerdo nada de lo que escribí; sólo sé que aquel mismo profesor me llamó días después para comentarme que le había sorprendido mi trabajo, tan distante de lo que había sido la inquietud general en la clase, donde la mayoría se había decantado por temas políticos o literarios, lógico además en unos meses en que el dictador Franco agonizaba y en el ambiente se reclamaba el regreso de los exiliados de sus cátedras universitarias.
Seguramente fue porque el libro me había sorprendido ya tanto entonces como ahora. La experiencia de Heisenberg tenía muchos elementos comunes con mi propia experiencia, y de ahí que siempre su obra ocupara un lugar destacado en mi biblioteca. Contra la corriente general de diferenciar Ciencias y Letras, yo había sido uno de esos alumnos que sufrió enormes dilemas internos para decidir hacia dónde encaminar sus estudios. Dilemas que jamás he superado, y que son causa de que nunca haya entendido el esfuerzo administrativo por diferenciar ambas áreas de conocimiento en edades tan tempranas. Aquel dilema me había llevado a que, aún presintiendo que mi futuro se encaminaría hacia las Letras, hiciera todo el Bachillerato y el COU por Ciencias. Estudiante de sobresaliente tanto en Matemáticas como en Lengua y Literatura, aquella decisión fue un auténtico martirio personal, a mi juicio innecesario. Y Heisenberg demostraba en su pequeño libro que no es conveniente en absoluto separar el conocimiento científico del conocimiento humanístico, porque ambos se enriquecen mutuamente. Al final, decía el premio Nobel, muchas de las teorías científicas actuales tienen sus orígenes en la filosofía griega.
Sin embargo, el hecho de hacer Ciencias no fue una ventaja comparativa para mí. Cuando me enfrenté con el Latín de Filología comprobé la enorme diferencia que había entre mi nivel y el nivel de quienes procedían de Letras. Una diferencia que me obligaba a hacer un gigantesco esfuerzo suplementario para intentar equilibrar mis condiciones con las de mis compañeros. Esfuerzo que me vedaba ya el acceso a especialidades como Clásicas, donde era imprescindible el griego que jamás había pasado por mi plan de estudios. Ese disparate de privilegiar los estudios de Ciencias sobre los de Letras hasta permitir el acceso incluso a segundos ciclos desde áreas científicas, no deja de ser una alucinación de algunos amparada en una estadística que constata casos muy poco frecuentes de ese tipo de migraciones. Por el contrario, la experiencia germánica de acompañar necesariamente los estudios científicos y humanísticos incluso en la Universidad no deja de ser una apuesta digna de encomio.
De la misma forma, es realmente penosa la poca consistencia científica de los estudiantes procedentes de las disciplinas humanísticas, que se enfrentan con desdén y menosprecio aun a las originales aportaciones que se han realizado, por ejemplo, en Comunicación o en Economía importando teorías físicas. Hace escasos días un alumno de ingeniería de Telecomunicaciones me pasó un examen de Álgebra que, sin dudarlo, intenté resolver a pesar de que llevo muchos años sin tocar el cálculo diferencial. En alguno de los problemas llegué a realizar un planteamiento bastante correcto, y en otros comprobé que los años no pasan en balde y que realmente existe un mundo muy atractivo detrás de los números. El estudiante quedó perplejo ante quien lleva muchos años estudiando carreras ajenas al área científica, porque siempre ha vivido como cosas no sólo separadas, sino opuestas, ambas parcelas de conocimiento.
Hace un tiempo leí que las modernas corporaciones empresariales norteamericanas ya no buscan tanto la especialización a ultranza de sus empleados, como la versatilidad y la agilidad mental, algo que no siempre se desprende de sus currículos. Cada vez, decían, es más corriente que se formen equipos interdisciplinares incluso con especialistas en áreas que nada tienen que ver, a priori, con la empresa, porque han constado que los equipos así formados son más flexibles e innovadores.
Sin embargo, en nuestra vida cotidiana cada vez es más problemático encontrar un colegio donde existan profesores de disciplinas humanísticas ante la avalancha masiva de alumnos que se decantan por los bachilleratos que no son de Letras. Incluso los profesores motivan a sus alumnos para que elijan opciones científicas “porque valen para todo”. Craso error, fomentado por unos ministerios de Educación que son incapaces de ver por qué falla la educación de nuestros jóvenes. Los mejores científicos siempre han gozado de una formación humanística envidiable, y grandes humanistas se han adentrado con brillantez en terrenos científicos. Y unos y otros se vieron siempre enriquecidos por la experiencia.
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