Encuentro un deleite muy especial en las páginas de ciencia o en las noticias de carácter científico de los diarios. Estos días, por ejemplo, me asombro de que nosotros, en pleno siglo XXI, adoradores de los avances tecnológicos y de ingenios espaciales, predicadores de globalizaciones y del empequeñecimiento del planeta, sigamos haciendo descubrimientos inauditos. No hablo de que una luna de Saturno tenga agua, puesto que todo lo que se encuentra más allá de la estratosfera sigue siendo un gran enigma por desvelar, sino de que nos digan que la isla de Pascua fue un paraíso perdido miltoniano que comenzamos a destrozar hace ochocientos años, o que se haya localizado la tercera catarata más alta del mundo en plena selva peruana, o que en las montañas Foja, en Papúa-Nueva Guinea, existan aún especies desconocidas, que hayamos descubierto un crustáceo con pelo, o que todavía hace pocos días se haya visto por primera vez una ciudadela preinca en el distrito de Lonya Grande, en el Amazonas.
Son los clásicos descubrimientos que te afianzan en la esperanza de que todo tiene remedio: se acabará el petróleo, pero seguro que encontraremos yacimientos nuevos; acabaremos con el buitre leonado, pero aparecerán nuevas especies de aves que no conocíamos; joderemos el oxígeno del planeta, pero inventaremos una máquina que lo obtenga de todo tipo de compuestos químicos que tengan la mínima partícula de ese elemento indispensable para nuestra subsistencia.
Confieso una admiración secreta por cuantos dedican su vida a la noble tarea de la investigación: en ellos depositamos nuestro futuro. Admiración que, reconozco, no les ayuda lo más mínimo para pagarles el colegio a los críos o para comprar esos libros que cada día son más caros. Una admiración que, por otra parte, no les evita una profunda decepción ante los nuevos ídolos de los medios, del pueblo soberano, toda esa gentuza que hace de su vida privada su principal medio de subsistencia (por cierto, increíblemente bien remunerado) y que fomentamos como modelos para una juventud que debe contentarse con el esfuerzo presupuestario de una administración que pagará a un puñado de nuestras jóvenes mentes brillantes hasta 600 euros al mes. ¡Menudo despilfarro! A todos esos mequetrefes se les paga diez veces más por treinta minutos de su valioso tiempo dedicado a discutir por si salieron o no con el hijo de la vecina del tío de la de enfrente… ¡Todo un descubrimiento!
Son los clásicos descubrimientos que te afianzan en la esperanza de que todo tiene remedio: se acabará el petróleo, pero seguro que encontraremos yacimientos nuevos; acabaremos con el buitre leonado, pero aparecerán nuevas especies de aves que no conocíamos; joderemos el oxígeno del planeta, pero inventaremos una máquina que lo obtenga de todo tipo de compuestos químicos que tengan la mínima partícula de ese elemento indispensable para nuestra subsistencia.
Confieso una admiración secreta por cuantos dedican su vida a la noble tarea de la investigación: en ellos depositamos nuestro futuro. Admiración que, reconozco, no les ayuda lo más mínimo para pagarles el colegio a los críos o para comprar esos libros que cada día son más caros. Una admiración que, por otra parte, no les evita una profunda decepción ante los nuevos ídolos de los medios, del pueblo soberano, toda esa gentuza que hace de su vida privada su principal medio de subsistencia (por cierto, increíblemente bien remunerado) y que fomentamos como modelos para una juventud que debe contentarse con el esfuerzo presupuestario de una administración que pagará a un puñado de nuestras jóvenes mentes brillantes hasta 600 euros al mes. ¡Menudo despilfarro! A todos esos mequetrefes se les paga diez veces más por treinta minutos de su valioso tiempo dedicado a discutir por si salieron o no con el hijo de la vecina del tío de la de enfrente… ¡Todo un descubrimiento!
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